Una noche de sábado y escuchando a La Lupe…muchas lecturas se pueden hacer. Todo está en orden, el ambiente está en paz y tengo la libertad de escribir, privilegio que en muchas ocasiones no dispongo.
Es el último sábado del año, estoy casi enfilando a hacer mis introspecciones sobre lo que hice bien y lo que hice mal. Ha sido un gran año en todo el sentido de la palabra. Bravo 2012, te la luciste!
Pero esto que escribo no se trata del flamante 2012, se trata de la noche del último sábado del año. Un Bayleys en mi mesa, mi gato de puntillas sobre el teclado de la computadora y Manuel en su mundo de Xbox y salami Genoa.
No me quiero despedir de la noche sin una nimia reflexión: Se nos enseña a llevar máscaras desde pequeños, como las que dice Mario Benedetti en La Tregua. Máscaras que nos ponemos en la mañana y nos quitamos al atardecer. Máscaras hechas a la medida de cada situación, pero máscaras al fin. Máscaras que esconden quiénes somos y muestran quiénes quisiéramos o deberíamos ser. Se nos enseña a ser máscaras que caminan, saludan, ríen y hasta lloran, sin olvidar que somos lo que somos, máscaras...
Como he sido siempre rebelde con causas, múltiples por cierto, me reúso a colocarme las máscaras que la vida me ha puesto en hileras, por ejemplo la de la felicidad, de “todo está bien y siempre he sido feliz y no tengo un solo problema y claro que conmigo uno se divierte, porque solo soy un dechado de risas”. No. Yo salgo con la cara sin maquillaje siendo quien soy, con mis luces y sombras. Con mis fortalezas y debilidades. Con mis miedos y seguridades. Y si eso espanta a unos cuantos y cuantas, oops! Lo siento, aún así no llevaré puesta la máscara.Ni esa, ni otra. También se nos enseña a elegir no usarlas, esos, nosotros, somos los pocos.
Lo que ven es lo que soy y, si no se usa apreciar la sinceridad, aún sea hecha a base de confesiones sobre debilidades y pánicos, fobias y espantos, pues siempre me queda París, cuando veo Casablanca.