Honestamente el sábado empezó muy bien, pero como suele pasar en República Dominicana, el día más claro llueve. Pues mi soleado sábado se nubló y antes de que me percatará un diluvio de emociones brotaban de las paredes, de los cuadros, de las sábanas, de mi alma…conclusión salí disparada de mi casa tratando de encontrar caminos, destellos, inciensos, lo que sea. En realidad trataba de no pensar y qué mejor lugar que el cine. Así estaba yo con mi pesar en la sala 2, sin palomitas de maíz y con un capuchino, eso, para que inconscientemente se acentúe mi insomnio. La película era lo de menos, el asunto aquí era no pensar y olvidarme del celular. La película empieza, nada más y nada menos que “Life of Pi”, basada en el best-seller de Yann Martel.
Desde el primer momento me transporté a la India y al corazón de Pi Patel, un muchacho cuyo padre (en la película) es el dueño de un zoológico en Pondicherry. Pi es un niño “raro”, por parte de sus padres tiene creencias hindúes, pero más tarde también alaba a Alá y luego (según el autor), se convierte también al Cristianismo porque siente una enorme atracción hacia Jesús. Así que, Pi es Hindú, Musulmán y Cristiano. Lo que me lleva a la siguiente reflexión, Pi en realidad lo que busca es el amor y la espiritualidad, no las religiones. Cuando Pi (su nombre real es Piscine Molitor, haciendo referencia a una bella piscina de París) es ya un adolescente, su familia decide marcharse a Canadá en un barco, allá venderían todos los animales del zoológico y tendrían una mejor vida, según las expectativas de su padre. Pero una tormenta hace naufragar el barco en el que viajan y casi todos perecen, casi. Pi consigue salvarse gracias a una barcaza en la que también hay otros “pasajeros”, un tigre de Bengala (Richard Parker), un orangután (Jugo de Naranja), una cebra y una hiena, en medio del océano Pacífico, rodeado de peligrosos tiburones. Aquí la trama se llena de simbolismos, por ejemplo, la hiena devora a la cebra poco a poco, incluso mientras aún sigue viva, y hace lo mismo poco después con el orangután. Entonces el tigre, después de recuperarse del intenso mareo, mata a la hiena. Pi se plantea lógicamente deshacerse del tigre, pero no encuentra una solución ya que no puede echarle al agua porque sabe que los tigres nadan, ni matarle de hambre y sed, porque sabe que beben agua salada y, porque en el fondo, no desea hacerlo. Decide cuidarle, pescar para alimentarle, utilizar un silbato como símbolo de mando y marcar su territorio, como hace el animal. En medio del océano, sin nada a qué asirse, en una barcaza y con un tigre, Pi se repite una y otra vez, que nunca se debe perder la esperanza. Incluso en los momentos de tormenta, cuando la barcaza se zarandea, Pi es capaz de ver la grandiosidad de Dios y, de hecho, en un momento subió sus brazos y se entregó a El, dijo “estoy listo”, pero el sol salió de nuevo, obviamente no era su tiempo. Pi se alimentaba de las raciones de supervivencia para varias personas con que contaba el bote y realizando pesca, que comparte humildemente con el tigre. Según pasan los días, el animal, aún sin dejar de ser un tormento, se convierte en compañero imprescindible de ese intento de supervivencia. Estas son muchas historias etretejidas, una de ellas es un chico hindú, naúfrago con un tigre de Bengala al que intenta domar para poder sobrevivir. Otra, es el poder de la fe y ese don intangible que tenemos los seres humanos de sobrevivir a las más terribles circunstancias. Años después Pi, recuperado, casado, con dos hijos y un gato, viviendo en Estados Unidos narró su historia. Lo que más me impactó de su relato fue la sabiduría que él adquirió de esa travesía que pudo marcarle la vida. El escogió aprender de la experiencia, decidió crecer espiritualmente. Resulta que cuando llegó por la Divina Providencia a tierra firme, el tigre se alejó de él y nunca más lo vio. Pi pensó que el tigre se había convertido en su amigo, sin embargo se fue sin mirar hacia atrás y nunca más supo de él. Ya con el bálsamo del tiempo, Pi dice la frase demoledora y contundente para mí: “La vida es un acto constante de desapegos, y eso duele. Pero lo que más duele es renunciar a lo que quieres o que renuncien a ti, sin tener la oportunidad de decir adiós o sin saber por qué”.
Y es cierto, pasa la vida, pasa el tiempo y me he dado cuenta de que vamos sintiendo miedo (casi fobia) a las pérdidas y, que por eso, nos encerramos en un caparazón para que ya no nos hieran más. Sin saber que siempre habrá esa posibilidad, la vida es así y solo nos resta fluir con ella, volar según sus aires, simplemente confiar y tener fe. Las únicas expectativas que tenemos son las que poseemos en las manos. Quizás el miedo a perder es lo que ocasiona que perdamos más. Quizás lo que se pierde es lo que nunca hemos tenido.
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