sábado, 15 de diciembre de 2012

Hay días perfectos





Estábamos sentados en una diminuta mesa y delante de nosotros, el paisaje era tan inmenso, que nos envolvía dentro de él. Parecía que esa hilera de montañas pintadas de diferentes tonos de verdes nos abrazaba y nos daba su bendición. Fue un día perfecto.

Inició temprano, cuando enfilamos la autopista con una enciclopedia de temas que saltaban entre uno y otro maratónicamente, que de una u otra forma siempre llegaban a una conclusión acompañada de carcajadas. Se me había olvidado esa sensación, la de reír a carcajadas, sin prisas, sin pausas, sin necesidad de control y en completa libertad.

Cada sendero cruzado era una elocuente experiencia que bailaba al son de las canciones que un pequeño Ipod se le antojaba poner.

Lo que importa no es llegar, lo importante es el camino, dice Fito Páez. Pues no nos importaba llegar, ni siquiera el camino, porque estuvimos en un mundo tan distinto y distendido, que solo se me ocurre decir que fue un día perfecto y con eso es suficiente.

Tan desconocidos, que éramos demasiados conocidos. El olor al campo, los rostros afables y resignados de las personas que veíamos, las casitas pintadas y el aroma a café colado en rústicas grecas y más que todo, la sencillez de ser uno mismo.

Estábamos sentados en una diminuta mesa, y, delante de nosotros, el paisaje inmenso nos tocaba las narices que ya estaban frías por el envidiable clima de Constanza. No creo que pueda olvidar la bondad que evidenciaban sus ojos ni la ternura y respeto en cada uno de sus gestos hacia mí.

Tan desconocidos que pensábamos que éramos, tan parecidos que siempre fuimos sin saberlo. Hay días perfectos...





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