“Cuando uno permanece mucho tiempo solo, cuando pasan años y años sin que el diálogo vivificante y buceador lo estimule a llevar esa modesta civilización del alma que se llama lucidez, hasta las zonas más intrincadas del instinto, hasta esas tierras realmente vírgenes, inexploradas de los deseos, de los sentimientos, de las repulsiones... cuando esa soledad se convierte en rutina, uno va perdiendo inexorablemente la capacidad de sentirse sacudido, de sentirse vivir”.
¿A quién no le hace reflexionar esta frase de Mario Benedetti?, quien acaba de partir hacia otro nivel de conciencia. Acaba de morir su cuerpo, más no su alma, y por él escribo sobre la soledad, uno de los temas que más le apasionaba y uno de mis temas en mi oficio de vivir.
¿A quién no le hace reflexionar esta frase de Mario Benedetti?, quien acaba de partir hacia otro nivel de conciencia. Acaba de morir su cuerpo, más no su alma, y por él escribo sobre la soledad, uno de los temas que más le apasionaba y uno de mis temas en mi oficio de vivir.
¿Quién diría que la soledad es buena? Hay voces que proclaman que el ser humano está en completa capacidad de sobrevivir solo. Quizás si, pero sobrevivir no es vivir. Una cosa es ser independiente, habitar individualmente un espacio, estar sin pareja al momento o estar pasando por alguna situación que amerite alejarse de la gente y hasta de la civilización, a estar solo completamente, sin otra alma que deambule por donde transita la nuestra. Pienso que muchas personas acuden a un aislamiento voluntario por temor, como resultado de decepciones y tristezas. Es un escape, un mecanismo de defensa, porque seamos claros, en la soledad nadie nos deja. No miento si digo, que en ocasiones a cada uno de nosotros nos surgen esos deseos despavoridos de salir corriendo y parar cuando ya se nos rindan las fuerzas. Entonces acampar en algún lugar remoto en donde nada ni nadie nos pueda importunar y acurrucarnos en la armadura que nos protege y nos aísla. Pero luego, cuando las aguas vuelven a su nivel y el bálsamo del tiempo nos cura las heridas, deseamos volver a esa civilización que un día abandonamos presos del dolor y la tristeza y que ahora se nos antoja como una caja de sorpresas que deseamos descubrir. En la soledad nadie te molesta, pero tampoco sientes el calor de un abrazo, la sensación reconfortante de una palabra, el apoyo de esos que nos aman sin condiciones, las caricias que encienden pasiones, el beso que hace vibrar.
En la soledad, pese al silencio aparentemente anestésico que la rodea, es presa también del frío y la pesadez. No olvidamos en la soledad, solo nos envolvemos en una cómoda amnesia, pero siempre vienen esos cinco minutos antes de dormir en el que desfilan uno a uno los acontecimientos que nos hacen reír o llorar, más llorar que reír por supuesto. Lo lamentable es que muchas veces por ese deseo de evasión nos quedamos solos, tan solos y perdemos las oportunidades para ser feliz finalmente. No es fácil volver a levantarse después de los fracasos, se necesita valor y fe, dos cualidades que precisamente salen lesionadas por el dolor. Pero nadie dijo que la vida sería un jardín lleno de rosas y pasto verde. Hoy quizás estamos mal, pero todo pasa y tarde o temprano el tiempo de volver vendrá. La soledad puede ser una tregua, que le daremos a nuestros sentidos para que descansen, para que recobren sus energías y para que se impulsen de nuevo a seguir el recorrido. Cada día tiene su carga y mañana por más larga que se nos presente la noche, llegará la luz del alba. Y ante todo, demos gracias por cada lágrima, que todo tiene una causa y hasta quizás un azar. Esto es para todos aquellos que aún dicen que prefieren quedarse solos. Esto es para mi que hasta hace dos días era mi rol a seguir. Pero una causa o un azar se ha cruzado y empieza a tejer hilos de luz de esperanzas, que atemorizan pero que emocionan a la vez. Ya no quiero perder la “inexorable capacidad de sentirme sacudida, de sentirme viva”.
Los dejo con las letras de Benedetti, mi admirado Benedetti que ahora descansa en un plano superior: “La felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. La gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo”.
Los dejo con las letras de Benedetti, mi admirado Benedetti que ahora descansa en un plano superior: “La felicidad, la verdadera felicidad, es un estado mucho menos angélico y hasta bastante menos agradable de lo que uno tiende siempre a soñar. La gente acaba por lo general sintiéndose desgraciada, nada más que por haber creído que la felicidad era una permanente sensación de indefinible bienestar, de gozoso éxtasis, de festival perpetuo”.
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