sábado, 29 de diciembre de 2012

Oops!


Una noche de sábado y escuchando a La Lupe…muchas lecturas se pueden hacer. Todo está en orden, el ambiente está en paz y tengo la libertad de escribir, privilegio que en muchas ocasiones no dispongo.

Es el último sábado del año, estoy casi enfilando a hacer mis introspecciones sobre lo que hice bien y lo que hice mal. Ha sido un gran año en todo el sentido de la palabra. Bravo 2012, te la luciste!
Pero esto que escribo no se trata del flamante 2012, se trata de la noche del último sábado del año. Un Bayleys en mi mesa, mi gato de puntillas sobre el teclado de la computadora y Manuel en su mundo de Xbox y salami Genoa.

No me quiero despedir de la noche sin una nimia reflexión: Se nos enseña a llevar máscaras desde pequeños, como las que dice Mario Benedetti en La Tregua. Máscaras que nos ponemos en la mañana y nos quitamos al atardecer. Máscaras hechas a la medida de cada situación, pero máscaras al fin. Máscaras que esconden quiénes somos y muestran quiénes quisiéramos o deberíamos ser. Se nos enseña a ser máscaras que caminan, saludan, ríen y hasta lloran, sin olvidar que somos lo que somos, máscaras...

Como he sido siempre rebelde con causas, múltiples por cierto, me reúso a colocarme las máscaras que la vida me ha puesto en hileras, por ejemplo la de la felicidad, de “todo está bien y siempre he sido feliz y no tengo un solo problema y claro que conmigo uno se divierte, porque solo soy un dechado de risas”. No. Yo salgo con la cara sin maquillaje siendo quien soy, con mis luces y sombras. Con mis fortalezas y debilidades. Con mis miedos y seguridades. Y si eso espanta a unos cuantos y cuantas, oops! Lo siento, aún así no llevaré puesta la máscara.Ni esa, ni otra. También se nos enseña a elegir no usarlas, esos, nosotros, somos los pocos.

Lo que ven es lo que soy y, si no se usa apreciar la sinceridad, aún sea hecha a base de confesiones sobre debilidades y pánicos, fobias y espantos, pues siempre me queda París, cuando veo Casablanca.

El acto constante de desapego o la Vida de Pi


Honestamente el sábado empezó muy bien, pero como suele pasar en República Dominicana, el día más claro llueve. Pues mi soleado sábado se nubló y antes de que me percatará un diluvio de emociones brotaban de las paredes, de los cuadros, de las sábanas, de mi alma…conclusión salí disparada de mi casa tratando de encontrar caminos, destellos, inciensos, lo que sea. En realidad trataba de no pensar y qué mejor lugar que el cine. Así estaba yo con mi pesar en la sala 2, sin palomitas de maíz y con un capuchino, eso, para que inconscientemente se acentúe mi insomnio. La película era lo de menos, el asunto aquí era no pensar y olvidarme del celular. La película empieza, nada más y nada menos que “Life of Pi”, basada en el best-seller de Yann Martel.

Desde el primer momento me transporté a la India y al corazón de Pi Patel, un muchacho cuyo padre (en la película) es el dueño de un zoológico en Pondicherry. Pi es un niño “raro”, por parte de sus padres tiene creencias hindúes, pero más tarde también alaba a Alá y luego (según el autor), se convierte también al Cristianismo porque siente una enorme atracción hacia Jesús. Así que, Pi es Hindú, Musulmán y Cristiano. Lo que me lleva a la siguiente reflexión, Pi en realidad lo que busca es el amor y la espiritualidad, no las religiones. Cuando Pi (su nombre real es Piscine Molitor, haciendo referencia a una bella piscina de París) es ya un adolescente, su familia decide marcharse a Canadá en un barco, allá venderían todos los animales del zoológico y tendrían una mejor vida, según las expectativas de su padre. Pero una tormenta hace naufragar el barco en el que viajan y casi todos perecen, casi. Pi consigue salvarse gracias a una barcaza en la que también hay otros “pasajeros”, un tigre de Bengala (Richard Parker), un orangután (Jugo de Naranja), una cebra y una hiena, en medio del océano Pacífico, rodeado de peligrosos tiburones. Aquí la trama se llena de simbolismos, por ejemplo, la hiena devora a la cebra poco a poco, incluso mientras aún sigue viva, y hace lo mismo poco después con el orangután. Entonces el tigre, después de recuperarse del intenso mareo, mata a la hiena. Pi se plantea lógicamente deshacerse del tigre, pero no encuentra una solución ya que no puede echarle al agua porque sabe que los tigres nadan, ni matarle de hambre y sed, porque sabe que beben agua salada y, porque en el fondo, no desea hacerlo. Decide cuidarle, pescar para alimentarle, utilizar un silbato como símbolo de mando y marcar su territorio, como hace el animal. En medio del océano, sin nada a qué asirse, en una barcaza y con un tigre, Pi se repite una y otra vez, que nunca se debe perder la esperanza. Incluso en los momentos de tormenta, cuando la barcaza se zarandea, Pi es capaz de ver la grandiosidad de Dios y, de hecho, en un momento subió sus brazos y se entregó a El, dijo “estoy listo”, pero el sol salió de nuevo, obviamente no era su tiempo. Pi se alimentaba de las raciones de supervivencia para varias personas con que contaba el bote y realizando pesca, que comparte humildemente con el tigre. Según pasan los días, el animal, aún sin dejar de ser un tormento, se convierte en compañero imprescindible de ese intento de supervivencia. Estas son muchas historias etretejidas, una de ellas es un chico hindú, naúfrago con un tigre de Bengala al que intenta domar para poder sobrevivir. Otra, es el poder de la fe y ese don intangible que tenemos los seres humanos de sobrevivir a las más terribles circunstancias. Años después Pi, recuperado, casado, con dos hijos y un gato, viviendo en Estados Unidos narró su historia. Lo que más me impactó de su relato fue la sabiduría que él adquirió de esa travesía que pudo marcarle la vida. El escogió aprender de la experiencia, decidió crecer espiritualmente. Resulta que cuando llegó por la Divina Providencia a tierra firme, el tigre se alejó de él y nunca más lo vio. Pi pensó que el tigre se había convertido en su amigo, sin embargo se fue sin mirar hacia atrás y nunca más supo de él. Ya con el bálsamo del tiempo, Pi dice la frase demoledora y contundente para mí: “La vida es un acto constante de desapegos, y eso duele. Pero lo que más duele es renunciar a lo que quieres o que renuncien a ti, sin tener la oportunidad de decir adiós o sin saber por qué”.

Y es cierto, pasa la vida, pasa el tiempo y me he dado cuenta de que vamos sintiendo miedo (casi fobia) a las pérdidas y, que por eso, nos encerramos en un caparazón para que ya no nos hieran más. Sin saber que siempre habrá esa posibilidad, la vida es así y solo nos resta fluir con ella, volar según sus aires, simplemente confiar y tener fe. Las únicas expectativas que tenemos son las que poseemos en las manos. Quizás el miedo a perder es lo que ocasiona que perdamos más. Quizás lo que se pierde es lo que nunca hemos tenido.


martes, 25 de diciembre de 2012

Los que queremos ser escritores


Escribimos. Es una necesidad. Muchas veces no podemos enlazar palabras y, por eso, escribimos.

Escribimos porque no podemos callarnos y, como-vuelvo y escribo- a veces no podemos enlazar palabras, escribimos y esas letras fluyen como el torrente sanguíneo.

Vivimos cada día y vemos además, una vida paralela, que queremos y aspiramos escribir. Un detalle, un olor, un paisaje, un gesto…todo eso lo escribimos, porque forma parte de una historia sin fin, la que siempre estamos escribiendo. Puede ser un drama, una comedia o un trozo de ficción. Puede y suele ser todo eso y un poco más, la parte que le corresponde a la biografía de cada quien, que por más disfrazada, de alguna forma se revela por sí sola.

Escribimos con gozo, con dolor, con ironía, con esperanza, con desilusión, con amargura y frustración. Escribimos porque es lo que sabemos hacer y es de la única manera en la que podemos expresar cómo nos sentimos. Es un desahogo necesario para que nuestras entrañas no exploten, para que el alma no se marchite y, para dejar perpetuado "eso", que en ese preciso momento sentimos.

Mil y una historias cruzan la imaginación, como si fueran aves trasladándose de Norte a Sur, como si fueran olas que nacen en el medio del mar y necesitan llegar a la orilla para bañar la arena. Magia y realidad visten las letras de nosotros, los que queremos ser escritores.

Un rostro, una lágrima, una sonrisa, un desprecio, un vestido, un perfume, un camino…escribimos por eso, para crear historias, para contar historias, para empezar historias y, sí, para terminar historias.

Los que queremos ser escritores nunca estamos satisfechos con lo que escribimos, nunca pensamos que somos lo suficientemente buenos para escribir y nunca nos damos por vencidos para escribir esa línea tan perfecta e impecable que logre cambiar una vida, porque con tan solo una nos basta.

Los que queremos escribir lloramos escribiendo, suspiramos y muchas veces, llevamos el alma encogida de pena o henchida de esperanza. Nacemos para escribir, morimos escribiendo y, según dicen, luego servimos de inspiración para otros que también quieren escribir.

Escribimos, eso hacemos. Enviamos cartas, mensajes por mail, por Facebook, Twitter, mensajes de texto, mensajes por el Blackberrys chats o Whastapp, luego nos arrepentimos, pero volvemos a leerlos y es que nunca debimos enviarlos, pero siempre tenemos que hacerlo. Porque eso es lo que hacemos, escribir, porque si no nos ahogamos en nuestras propias letras.

Solo queremos escribir y que nos lean o no, muchas veces no; escribimos solo para nosotros y para leer lo que hemos escrito mil veces y quitar una letra de aquí y poner otra allá.

Escribimos y lo siento, porque no todos quieren leernos, pero eso es lo que hacemos. Para eso hemos nacido y, nosotros, lo hacemos mil veces más mil veces, multiplicado por mil veces hasta el último aliento.

Escribimos.

Colgado en mi alma


Te fui a visitar. Toque a tu puerta. Entré a dónde estabas. Aunque sabía que no estabas allí, me senté a pensar en ti.

La tarde se hacía espacio y pintaba el cielo de colores tenues. El mismo cielo que veíamos, los mismos colores que admirábamos, a la misma hora que yo alzaba mis ojos para verlo, sin ti.

Te fui a visitar para romper con el hielo de tu ausencia, con el miedo de saber que no te volveré a ver y, para ver al fin ese lugar en donde dicen que estás.

Pude sentir con fuerza los latidos de mi corazón, pude sentir las lágrimas en mis mejillas, pude sentir en mis manos vacías tu ausencia y pude oler ese aroma de las tardes, haciéndose espacio para no morir en un crepúsculo que nada tiene que ver con los que amaba el Poeta.

El Poeta que decía que es “tan corto el amor y tan largo el olvido”. No bastarían mil años para amarte y no me alcanza el tiempo para olvidarte. Debí decirte esto antes de que te fueras, las palabras nunca deben callarse para una próxima ocasión, porque nunca sabemos cuándo es el último momento.

Te fui a visitar, pero a pesar de lo que dicen, yo sé que no estás allí. Te llevo colgado en mi alma como una medalla, muchas veces reprimiendo el deseo de irme a tu lado y sentir otra vez tus brazos. Ni siquiera sé por qué te fui a visitar, si yo sé que nunca estuviste allí. No sé dónde estás, pero sé que no puede ser en ese lugar frío, oscuro y definitivo.

Quizás estás al lado mío y no te percibo. Quizás es tanto el deseo de tocarte, de sentirte, que soy incapaz de ver lo invisible y eterno de este mundo, eso que llaman el regalo de Dios.

viernes, 21 de diciembre de 2012

En puntillas


Para Gabriel.
Sí. La vida es así. Como una moneda que lanzan y gira y gira dejando ver sus dos caras. Como la Luna, que cuando es llena es brillante y avasalladora y, cuando es nueva, fría y oculta…sin embargo siempre está allí la veamos o no, inspire versos enamorados o suspiros acongojados.

Con los inevitables tropiezos vas levantando lentamente las plantas de los pies, porque el dolor, las decepciones, los engaños, las traiciones van limitando tus pasos y llega el tiempo en el que solo en puntillas puedes avanzar a duras pruebas. Llevas un saco de pasado sobre tus hombros y pesa tanto como si fueran las piedras de Stonehenge. La confianza ya es una leve ilusión a la que aspiras pero, no te alcanzan las fuerzas para asirte a ella, y prefieres encerrarte en esa cómoda y espaciosa armadura de cristal. En ella, nada puede pasar ni traspasar y estás a salvo de todo, inclusive de la propia vida.

Sí. Pasan los días, los meses y los años. Porque la vida es así, te estropean el corazón, te lo dejan hecho añicos. Te zarandean, te suben y te bajan, te ofrecen la mano y la retiran cuando más la necesitas. Te entregas y te dejan. Te emocionas, haces planes y antes de concretarlos viene un tsunami y los destruye. Entonces te quedas desprovisto de recursos para salir del lodazal, ni siquiera entiendes qué pasó y por qué pasó. Te preguntas si ha sido tu culpa, pero la respuesta nunca llega. Estás tan obnubilado caminando en puntillas, que no entiendes que nunca pudo ser tu culpa, pasó porque sí, porque la vida es así. Porque ves solo esa cara de la moneda que no para de girar y girar, la cara de su oscuridad. Y te cuidas de no ver su lado de luz y esperanza, porque te molesta el resplandor. Has estado encerrado durante tanto tiempo en la penumbra, que un solo atisbo de claridad hace que tu retina sienta la amarga incertidumbre que amerita salir del caparazón que te has puesto como vestido de gala.

Sigues caminando de puntillas y ni siquiera te detienes a ver hacia los lados durante el trayecto. No te percatas de los rostros que te sonríen, de los abrazos que desean apretar tu pecho, del olor a confianza, paz y plenitud que te siguen como perritos falderos, para que los mimes y los hagas tuyos. No quieres entender que es tiempo de que te eches a descansar, de que pongas las plantas de tus pies en el suelo por mucho que duela el miedo y que simplemente vivas la cara oculta de tu propia moneda. Ya has pasado suficiente. Toca a tu puerta ese nuevo ciclo hermoso y divino que mereces saborear, porque es dulce y es verdadero. Solo tienes que abrirle, es todo.

Atrapa la moneda, que no gire más. Deja que te muestre su aroma embriagador. Olvida el saco del pasado. Deja de medir con la misma vara a los que acaban de llegar, porque nunca serán los mismos que estuvieron. Sal de la armadura de cristal para que empieces a vivir...de nuevo. Y, lo más importante, nunca, nunca, nunca dejes de creer que lo mejor está por venir y, que probablemente, ya llegó y no te has dado cuenta.

Recuerda lo que dice Benavente: "A veces descienden del cielo hilos tejidos como con luz de Luna y Sol, los hilos del amor. Y te recuerdan que no todo es farsa en la farsa, que hay algo eterno, que es verdadero y que no acaba cuando la farsa acaba. Eso es el amor".

No te cuides del amor, porque si es verdadero, te garantizo, te ratifico que habrá una voz en tu interior que te alentará y te dirá que ya no te tienes que cuidar del desamor.

domingo, 16 de diciembre de 2012

“Domingo Ball”


Los domingos huelen a domingo. Se me antoja que ese día de la semana es color púrpura y huele a paz, tranquilidad y a una que otra parrillada de un vecino. Hoy ha sido un “domingo ball”. Sí, hasta esta tarde no tenía archivada esa frase, pero me dijo un amigo que significa –en su caso- estar todo el domingo sentado, viendo fútbol, escuchando la radio y ”eventualmente cocinar algo rico”. Eso dijo él. Y, entonces yo, pues extrapolo la frase a mi mundo karyniano en este domingo en el que no he hecho nada, pero que sin embargo, he hecho mucho. Después de dar de comer a Manuel (misión que ya ni siquiera es imposible, es interminable…), de apapuchar a mi gato que sufre de una especie de dependencia y trastorno de personalidad, de cortarle las uñas a Ceci, mi chihuahua nerviosa y depresiva, y de limpiar la piscina de mi tortuga Clara, de quien francamente estoy por pensar que no le importa absolutamente nada, salvo que le de comer... el día ha transcurrido sin hacer simplemente nada. He estado tumbada en mi sofá, alimentando mi Itunes, ojeando decretos metafísicos, sacando conclusiones sentimentales que posiblemente estén erradas y tomando Bayleys de caramelo. Es decir, este domingo ha sido un “domingo ball”. No he hecho mucho, pero siento que he repasado muchas experiencias en mi mente, como si fuera un carrusel, estoy casi mareada, aunque puede ser por el Bayleys y no por las experiencias o, todo lo contrario.

Siento, también, la paz de mi hogar y el sobresalto de los ocasionales gritos de Manuel por la nueva cinta de Xbox. Siento la plenitud de tener tranquila la conciencia, siento la picardía de lo que hice el viernes pasado y siento el temor de lo que pueda pasar en 2013.

Veo hacia la ventana y el cielo está pintado con colores rosas, grises (sin llegar a 50 tonalidades) y azules degradados. Hermosa estampa para mis ojos. Percibo el olor... el olor del domingo, de las parrilladas, de las familias que van a misa, de las parejas que enfilan hacia el cine y mi olor, el de la nostalgia y las tímidas lágrimas porque hoy no veré a mi padre, ni me sentaré en sus piernas flacas mientras escuchamos al Trío Los Matamoros, como solíamos hacer cada tarde dominguera, previo a comprar los pastelitos de Amparo.  Su ausencia duele más conforme pasan los años. Valoramos más a nuestros seres amados según pasa el tiempo, es el imposible olvido como dice Antonio Gala.

Muevo mi cabeza, como para que ese sentimiento álgido de ausencia paternal se sacuda y, pienso en nimiedades… en las libras que he logrado rebajar, en las uñas de las manos que me han crecido, en las mechas rubias que me he hecho recientemente, en mi último descubrimiento… sí, me gusta la bebida Red Bull, aunque confieso que no he sentido alas y que esa publicidad me resulta poco efectiva dicho sea de paso, y, en una que otra pulsación de mi corazón cuando se contenta rememorando viajes recientes a Constanza y zonas aledañas.

Brindo por la vida con mi Bayleys casi congelado, brindo por lo que viene que siempre, según la canción, es lo mejor –“the best it´s yet to come”-, brindo por el 2012, que gracias a Dios casi se termina y, brindo por cada enseñanza, por más dolorosa que haya sido, que este año me regaló. Brindo por mis grandes amigos, a quienes adoro y quienes siempre han estado allí, justo allí, cuando más los he necesitado. Brindo por mi hijo, el regalo más grandioso e increíble que hace 11 años Dios me dio y brindo por este domingo ball, que sin hacer nada, queriendo hacer mucho y en completa soledad, queriendo estar con alguien, ha sido exquisitamente favorable para mi alma.





sábado, 15 de diciembre de 2012

Hay días perfectos





Estábamos sentados en una diminuta mesa y delante de nosotros, el paisaje era tan inmenso, que nos envolvía dentro de él. Parecía que esa hilera de montañas pintadas de diferentes tonos de verdes nos abrazaba y nos daba su bendición. Fue un día perfecto.

Inició temprano, cuando enfilamos la autopista con una enciclopedia de temas que saltaban entre uno y otro maratónicamente, que de una u otra forma siempre llegaban a una conclusión acompañada de carcajadas. Se me había olvidado esa sensación, la de reír a carcajadas, sin prisas, sin pausas, sin necesidad de control y en completa libertad.

Cada sendero cruzado era una elocuente experiencia que bailaba al son de las canciones que un pequeño Ipod se le antojaba poner.

Lo que importa no es llegar, lo importante es el camino, dice Fito Páez. Pues no nos importaba llegar, ni siquiera el camino, porque estuvimos en un mundo tan distinto y distendido, que solo se me ocurre decir que fue un día perfecto y con eso es suficiente.

Tan desconocidos, que éramos demasiados conocidos. El olor al campo, los rostros afables y resignados de las personas que veíamos, las casitas pintadas y el aroma a café colado en rústicas grecas y más que todo, la sencillez de ser uno mismo.

Estábamos sentados en una diminuta mesa, y, delante de nosotros, el paisaje inmenso nos tocaba las narices que ya estaban frías por el envidiable clima de Constanza. No creo que pueda olvidar la bondad que evidenciaban sus ojos ni la ternura y respeto en cada uno de sus gestos hacia mí.

Tan desconocidos que pensábamos que éramos, tan parecidos que siempre fuimos sin saberlo. Hay días perfectos...