martes, 16 de abril de 2013

Aprendemos a decir adiós



Las pérdidas duelen. No importa cuál sea su naturaleza, desde lo más significativo hasta lo más nimio, simplemente duele en sus respectivas intensidades.
Leí en un estudio sobre comportamiento humano, que las circunstancias de la primera pérdida de un individuo, marcan el resto de su vida. Inclusive, si esa pérdida se ha "perdido" en el subconsciente y no se recuerda aparentemente, sus huellas, como si fueran ojivas nucleares, están presentes y determinarán cómo reacciona la persona a las sucesivas e inevitables pérdidas que regala la vida.
Recuerdo perfectamente mi primera pérdida. Yo era una niña muy callada y tímida de ocho años, me gustaba estar en contacto con la naturaleza y los animales. Mi mundo giraba alrededor de mi nana Ana, la persona más dulce y cariñosa que he conocido. Ana se ocupaba de mí por completo y me proporcionaba una vida estable y feliz. Cada día, cuando llegaba del colegio, ella guardaba una soprepresita para mí, un caramelo, un juguete, mariposas que luego solíamos liberar y verlas volar lejos. Ana no escatimaba para darme abrazos, besos, mimos y me protegía de todo lo que pudiera hacerme daño. Ni siquiera el pétalo de una flor me podía tocar. Un día, Ana se fue sin despedirse. Ella pensaba que sería muy duro para las dos ese momento y lo evitó. Habíamos estado juntas desde que yo tenía 3 meses de nacida. Recuerdo que mis padres tuvieron que ingresarme a una clínica, porque me negaba a comer, tampoco hablaba. Mi vida hermosa junto a mi nana había terminado. Han pasado los años y no puedo evitar sobrecogerme al recordar aquellos momentos. Afortunadamente al cabo de un año, Ana y yo volvimos a estar en contacto, aunque ya no volvimos a vivir juntas otra vez.
Mi segunda gran pérdida pasó cuando tenía 12 años y mi mejor amiga de ese entonces, decidió dejarme de hablar. Recuerdo que le preguntaba a esa “amiguita” el por qué de su separación, pero no me decía una sola razón. Luego entendí que ya no estábamos en la misma etapa de crecimiento y que yo, le resultaba un tanto fuera de moda. Fue un golpe duro y tardé mucho tiempo en superarlo, la auto estima de los niños es muy frágil.
Estas dos experiencias influyeron increíblemente en mí. He trabajado fuertemente para que las otras pérdidas que he ido sufriendo, conforme pasan los años  y que, en cierta forma, han sido inevitables, no me laceren excesivamente mis sentimientos. Misión  que a veces, no he logrado concretar. Producto de esas primeras y determinantes pérdidas, y quizás porque ocurrieron a temprana edad, aprendí a valorar a las personas,  diría que demasiado en algunos casos. Las monedas tienen dos caras y de cada experiencia negativa, es posible absorber lo positivo.
La más grande pérdida  en mi vida ha sido el fallecimiento de mi padre y casi siete años después, aún no logro superarla. He pasado las etapas del duelo y hoy me encuentro en una dulce paz frente al inevitable y desgarrador hecho que significa la muerte de un ser querido, especialmente de la persona que consideré mi alma gemela y mentor.
Con cada pérdida que sufrimos, se nos mueren sueños, ilusiones y motivos. A medida que maduramos, las sobrepasamos con mayor discernimiento, pero siempre con la misma sensación de dolor.
Pero también es cierto que con cada pérdida nos vamos fortaleciendo, maduramos y nuestra capacidad de asimilación es más rápida. Aprendemos a luchar para no perder a las personas que valoramos y que nos valoran, al tiempo que aprendemos a dejar ir a las que no nos aman ni respetan. Aprendemos a vivir con el sentimiento de ausencia que puede irse diluyendo en el tiempo o bien, incrementando. 
Lo cierto es que logramos convivir civilizadamente con las pérdidas y lo que es mejor, a aprendemos de ellas.
Se nos desarrolla un agudo perfil que nos ayuda a decidir si es preciso luchar, ceder, mantener, descartar, fluir, dejar ir… nos convertimos en robles humanos que ríen, caminan, trabajan, hablan, cantan llevando el sentimiento por dentro, pero sin detenernos.
De vez en cuando recordamos a aquella persona que significó tanto para nosotros y se fue un día sin decirnos adiós, recordamos momentos hermosos que no tienen por qué desaparecer de nuestra memoria y honramos a aquel ser que fue nuestro gran amor y objeto de admiración.

De repente y sin pensarlo dos veces, estamos frente a una pérdida y ya no necesitamos explicaciones y aprendemos a decir adiós, cerrando la puerta.
  


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