Las pérdidas duelen. No importa cuál sea su naturaleza, desde
lo más significativo hasta lo más nimio, simplemente duele en sus respectivas
intensidades.
Leí en un estudio sobre comportamiento humano, que las
circunstancias de la primera pérdida de un individuo, marcan el resto de su
vida. Inclusive, si esa pérdida se ha "perdido" en el subconsciente y no se
recuerda aparentemente, sus huellas, como si fueran ojivas nucleares, están
presentes y determinarán cómo reacciona la persona a las sucesivas e
inevitables pérdidas que regala la vida.
Recuerdo perfectamente mi primera pérdida. Yo era una niña
muy callada y tímida de ocho años, me gustaba estar en contacto con la
naturaleza y los animales. Mi mundo giraba alrededor de mi nana Ana, la persona
más dulce y cariñosa que he conocido. Ana se ocupaba de mí por completo y me
proporcionaba una vida estable y feliz. Cada día, cuando llegaba
del colegio, ella guardaba una soprepresita para mí, un caramelo, un juguete,
mariposas que luego solíamos liberar y verlas volar lejos. Ana no escatimaba para darme abrazos, besos, mimos y me protegía de todo lo que pudiera hacerme daño. Ni
siquiera el pétalo de una flor me podía tocar. Un día, Ana se fue sin despedirse. Ella
pensaba que sería muy duro para las dos ese momento y lo evitó. Habíamos estado juntas desde que yo tenía 3 meses de nacida. Recuerdo que mis padres tuvieron que ingresarme
a una clínica, porque me negaba a comer, tampoco hablaba. Mi vida hermosa junto
a mi nana había terminado. Han pasado los años y no puedo evitar sobrecogerme
al recordar aquellos momentos. Afortunadamente al cabo de un año, Ana y yo
volvimos a estar en contacto, aunque ya no volvimos a vivir juntas otra vez.
Mi segunda gran pérdida pasó cuando tenía 12 años y mi mejor
amiga de ese entonces, decidió dejarme de hablar. Recuerdo que le
preguntaba a esa “amiguita” el por qué de su separación, pero no me decía una
sola razón. Luego entendí que ya no estábamos en la misma etapa de crecimiento
y que yo, le resultaba un tanto fuera de moda. Fue un golpe duro y
tardé mucho tiempo en superarlo, la auto estima de los niños es muy
frágil.
Estas dos experiencias influyeron increíblemente en mí. He trabajado fuertemente para que las otras pérdidas que he ido sufriendo, conforme
pasan los años y que, en cierta forma,
han sido inevitables, no me laceren excesivamente mis sentimientos. Misión que a veces, no he logrado concretar. Producto de esas primeras y
determinantes pérdidas, y quizás porque ocurrieron a temprana edad, aprendí a valorar a las personas, diría que demasiado en algunos casos. Las monedas tienen
dos caras y de cada experiencia negativa, es posible absorber lo positivo.
La más grande pérdida en mi vida ha sido el
fallecimiento de mi padre y casi siete años después, aún no logro superarla. He
pasado las etapas del duelo y hoy me encuentro en una dulce paz frente al
inevitable y desgarrador hecho que significa la muerte de un ser querido,
especialmente de la persona que consideré mi alma gemela y mentor.
Con cada pérdida que sufrimos, se nos
mueren sueños, ilusiones y motivos. A medida que maduramos, las sobrepasamos con mayor discernimiento, pero siempre con la misma sensación de dolor.
Pero también es cierto que con cada pérdida nos vamos
fortaleciendo, maduramos y nuestra capacidad de asimilación es más rápida. Aprendemos
a luchar para no perder a las personas que valoramos y que nos valoran, al
tiempo que aprendemos a dejar ir a las que no nos aman ni respetan. Aprendemos a
vivir con el sentimiento de ausencia que puede irse diluyendo en el tiempo o
bien, incrementando.
Lo cierto es que logramos convivir civilizadamente con las pérdidas y lo que es mejor, a
aprendemos de ellas.
Se nos desarrolla un agudo perfil que nos ayuda a decidir si es preciso luchar,
ceder, mantener, descartar, fluir, dejar ir… nos convertimos en robles humanos que
ríen, caminan, trabajan, hablan, cantan llevando el sentimiento por dentro,
pero sin detenernos.
De vez en cuando recordamos a aquella persona que significó
tanto para nosotros y se fue un día sin decirnos adiós, recordamos momentos
hermosos que no tienen por qué desaparecer de nuestra memoria y honramos a
aquel ser que fue nuestro gran amor y objeto de admiración.
De repente y sin pensarlo dos veces, estamos frente a una pérdida y ya no necesitamos explicaciones y aprendemos a decir adiós, cerrando la puerta.
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