jueves, 18 de febrero de 2010

Dos Mujeres purificadas por el amor


Aún cuando la personalidad más acusada de la escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda es de poeta, su relieve como novelista se destacó en un momento dentro de la literatura hispanoamericana del siglo XIX, al publicar su libro “Dos Mujeres” en el 1842, por la índole del asunto y la tendencia feminista de la obra. Nacida en el 1814 y fallecida en el 1873, fue una de las mujeres más sobresalientes de la literatura de su época, aunque en nuestro país no se conozcan a plenitud sus obras. Influida por “Jorge Sand” y la literatura francesa de la hora, la novela de Gómez de Avellaneda produjo un escándalo y fue considerada por algunos como una apología del amor libre. Este revuelo en torno a la autora y la obra dio lugar a la célebre frase de Bretón de los Herreros “Es mucho hombre esta mujer”. Claro, es una frase que no iría a tono con el pensamiento feminista.
El asunto de “Dos Mujeres” esboza la tesis de la supremacía del amor sobre toda clase de preceptos sociales y de convencionalismos. El amor, siempre el amor y lo más grande es el amor. Afirma que la mujer debe ser dueña de su destino y cualquier acto, aún los más reprobados por la moral y la religión quedan purificados y justificados, cuando un gran amor los determina. Ese es el caso de Catalina en la novela "Dos Mujeres".
La autora nos presenta un matrimonio bien avenido como dicen, Carlos y Luisa, cuyo porvenir conyugal está supuestamente asegurado por las circunstancias que los unen y los rodean. Pero lo que parecía auténtico en el corazón del hombre no lo era, cosa que comprende perfectamente su esposa. Ella no cree justo exigirle que sacrifique sus verdaderos sentimientos en aras de la opinión familiar y social. Luisa, la esposa,la eterna esposa, considera justo y deber dejar libre a Carlos, quien ha conocido el verdadero amor en Catalina, motivo de su pasión y quien le corresponde ardientemente. Los obstáculos surgen, el círculo en que los dos amantes se ven obligados a vivir en Madrid, es demasiado estrecho e hipócrita por lo que deciden irse a Londres. Hay una posibilidad de arreglar el conflicto y consiste en que Luisa renuncie al amor de Carlos a favor de Catalina y es justamente lo que hace, dando así pruebas de la grandeza de su alma y dignidad. Si no la quieren, no encuentra razón para permanecer junto a quien no la quiere. Pero a esa grandeza corresponde una mayor por parte de Catalina, quien se siente culpable por el “aparente” daño que ha hecho. La novelista deja bien claro que ninguna de estas dos mujeres procede en sus actos movidas por el “que dirán” ni por la presión social, sino por su libre voluntad, impulsada por la nobleza de sus espíritus. Por eso si Luisa se retira ante su rival, Catalina, sensible a todo el problema considera que Carlos por “el bien de la familia” debe regresar a la casa, inclusive ante la negativa de éste. Quiere la felicidad de los esposos, no sabiendo que sin amor de por medio, sería solo un matrimonio convencional pero vacío. De todos modos resuelve suicidarse realizando este hecho de modo que parezca un accidente.
La acción de la novela está vigorosamente sostenida y pese a la escasa verosimilitud de los dos caracteres femeninos, sobre todo el de Catalina, hay en ellos aspectos psicológicos provistos de un sentido humano amplio y profundo. Desde el punto de vista de la historia literaria, “Dos Mujeres” tiene el interés de quebrar la línea romántica de la autora en sus otras novelas de corte poemático, para acercarse a la escuela realista que entonces alboreaba en Francia. Se ha dicho incluso, que en aquella obra Gertrudis Gómez de Avellaneda puso algunas notas autobiográficas, particularmente las que reflejan su voluntario alejamiento de un hombre del que siempre estuvo enamorada. Realmente el tema de la novela no es nada nuevo, pero merece su lectura, ya que la autora sabe inmiscuirse profundamente dentro del alma femenina, algo considerado una proeza por muchos.

sábado, 6 de febrero de 2010

La historia de mis revistas


Desde niña me gustaba coleccionar libros. Prefería esta práctica antes que jugar a las barbies y esto es raro, lo sé. Con el paso del tiempo, he acumulado una modesta biblioteca con renglón especial sólo para las revistas de historia, entre ellas,mi favorita, la española Historia y Vida, creada en el 1968, con sede en Barcelona. Mi papá estaba suscrito y mes por mes, yo esperaba ese día especial en el que llegaba esta revista, desconocida para muchos en el país y que es a mi juicio –humilde por cierto- la más interesante y apegada objetivamente a la historia. El nivel investigativo de su equipo resulta envidiable para cualquier otra revista de su género y por qué no, para cualquier otra revista.
Historia y Vida abarca la época Antigua, Medieval, Moderna y Contemporánea. En cada edición se le dedica un espacio a la historia de España, haciéndole honor de esta forma a su país de origen. Y pregunto ¿por qué no tenemos nosotros una revista así?
Esta revista tiene más de 263,000 lectores y cuenta con una difusión de 60,207 ejemplares, verdaderamente impresionante. Pero aún hay más, recientemente se realizó una encuesta para saber el perfil de sus lectores y con sorpresa, los que esperaban un resultado así como personas mayores de 60 años, jubiladas y con un gato, se equivocan, porque Historia y Vida cuenta con un gran número de jóvenes lectores de Europa en su mayoría,sedientos por conocer el pasado para pisar fuerte el futuro.
En mayo de 2008, para el número de junio(483),se sacó a la venta un especial de 146 páginas para conmemorar el 40 aniversario de la publicación,como hicieron para el 25 aniversario en 1993, para la delicia de sus seguidores, por supuesto quien escribe estas líneas, entre ellos. Y digo, no es que viva en el pasado, es que me gusta la historia.

Con las palabras de Manuel Núñez




Antonio Gala lo llama el imposible olvido,“camino de la luz y de la esperanza”. Imposible el olvido de sus palabras, sus enseñanzas y sus circunstancias.
Camino con la esperanza de encontrar su luz desde donde su esencia se encuentra y mientras tanto, cada día el recuerdo de su imposible olvido levita a mi alrededor. Hoy un sábado particularmente extraño, por mil causas y mil azares encontré en las naves cibernéticas un artículo de Manuel Núñez sobre mi padre y lo reproduzco íntegramente para aquellos, los sospechosos usuales que asistían a las tertulias vespertinas en la casa de la esquina, la de Don Ramón.
Gracias Manuel por tus palabras convertidas en letras.


Era el último testigo de una época que con su desaparición física queda definitivamente sepultada. Leer sus artículos de los sábados en el HOY era una ejercicio al que me libraba con sumo placer. Llegué a convertirme en adicto a esas entregas. Muchas veces, después de leerlos, lo llamaba y le preguntaba por alguna menudencia. Su experiencia de cortesano lo había vuelto profundamente incrédulo. No era fanático de nada. Había probado en carne viva la soberbia y el engreimiento de los que llegan; el ansia de venganza de los doctrinarios.
Tras la muerte de Trujillo, padeció por breve tiempo, el acíbar del exilio en Nueva York. Y, en los gobiernos de los años de democracia; soportó los altibajos y las turbulencias generadas por las intrigas palaciegas, y esto le dio un conocimiento inmenso de la miserable condición humana. Los hombres adoran el poder. Ninguno de los áulicos y abusadores piensa que algún día tendrá que dejarlo. Ya en su casa de nubes, los encumbrados, aplastan al adversario; lo matan de hambre; lo llenan de rencores y resentimientos; se creen todas las leyendas fabricadas por periodistas prostituidos; mancillan la dignidad de los empleados y de los gobernados hasta volverlos sombras. Para sobrevivir en esas rebatiñas, hay que dar prueba de una gran dosis de templanza.
Por haber pasado una y otra vez por ese trago amargo, Font sentía una enorme admiración por el Juan Bosch de 1963.
Aquel que proclamó en Nueva York que no podíamos vivir como la hiena dándole vueltas al odio. Aquel que dijo en su juramentación como Presidente de la República: no deseamos el poder para gobernar con amigos contra enemigos, sino para gobernar con dominicanos para el bien de los dominicanos; no espere nadie el uso del odio mientras estemos gobernando; estamos aquí con la decisión de trabajar, no de odiar. Esa dimensión de Bosch era continuamente venerada en sus artículos y en su tertulia. Y de ella nos dejó extraordinarias estampas.
Podía entenderse sin asperezas con todos los inquilinos del Palacio de la calle Uruguay. Obraba sin prejuicios ni escrúpulos ideológicos. Era un auténtico cortesano; pertenecía a la especie de los salomones, y en ese ejercicio ya nadie le disputaba el cetro. Tenía la cultura política, la pericia de la historia y de los hombres y una inteligencia esclarecedora para desempeñar ese papel, que, le llevó a convertirse en el mediador entre el Gobierno y la oposición, en los tiempos de los 12 años de Balaguer.
En esa misión que cumplió brillantemente se lleva a la tumba, sin embargo, una porción muy importante de la historia: el ocultamiento del profesor Juan Bosch tras el desembarco del coronel Caamaño en la Playa de Caracoles en 1973; su voz, era en aquel punto y hora, un llamado a la prudencia, para que Peña Gómez y Balaguer pudieran entenderse. Una de las lecciones mayores que nos deja de ese período era que la sociedad dominicana no podía vivir en una guerra civil permanente. No podemos vivir en esa guerra a muerte entre "trujillistas" y cívicos, entre demócratas e izquierdistas, entre capitalistas y anticapitalistas. La idea clave de toda su acción pública era que la República Dominicana tenía que reconciliarse; abandonar definitivamente las trincheras del odio. En vista de ello, aun cuando no compartía en absoluto el modelo de sociedad que quería implantar en el país el Partido Comunista Dominicana se ocupó, desde 1974, junto a Polibio Díaz y al Presidente Balaguer para llegar a un entendimiento con los comunistas. Eran muchachos idealistas -decía optimista- que no ponían bombas ni mataban policías ni asaltaban bancos y, por ello, había que abrirles las puertas de la legalidad. Consideraba la promulgación de la ley, refrendada en 1977, como una obra suya.
Muy orteguiano, creía que el hombre no obedecía a ideales abstractos ni a ideologías concluyentes, sino a circunstancias vitales. Los delirios y las ilusiones políticas debían ser suplantados por los tumbos y los remezones que penetran la existencia.
El Joaquín Balaguer 1961, contradijo toda su historia pasada. Desmanteló el Partido Dominicano; asoló sus edificios y sus haberes; maniobró para echar a la familia Trujillo del país; permitió el regreso de todos los exiliados; legalizó los partidos de oposición y obró como un descendiente de Robespierre, con los arrestos de un revolucionario. El eminente Víctor Garrido marcó distancias. Porque creía que Balaguer iba muy deprisa; que se había vuelto loco. Que el país no podía deshacerse de sus mordazas, sin naufragar en la anarquía. La oleada de sangre que se levantó en aquellos días turbulentos pudo arrasar con Balaguer. Traidor, le espetó doña María Martínez. Esos días fueron vividos intensamente por don Ramón; los refería con fruición. Ese tiempo le hizo columbrar el talante del hombre que gobernaría el país por veintidós años.
El amigo tenía una conversación socarrona, muy lejos de su prosa pulquérrima y de las demostraciones de sapiencia que nos daba cada sábado en su columna del HOY. Entre el hombre que hablaba en el mentidero y el que escribía se había establecido un abismo. Sentía una sincera admiración por lo que había sido un pasado ejemplar. Pudo conocer y tratar a Monseñor Nouel, Rafael Damirón, Américo Lugo, Manuel A. Peña Batlle, a Ramón Marrero Aristy. a Jesús de Galíndez y a la generación de nuestros mejores poetas y escritores.
Su abuela partidaria, al parecer de Ulises Heureaux, le transmitió informaciones de las épocas pretéritas. Vivió, luego, en el ámbito familiar las revoluciones de Concho Primo, la ocupación estadounidense y, finalmente, la presencia de Trujillo. Al morir su padre, Alberto Font Bernard, desempeñó funciones de poca monta en la dictadura de las tres décadas. Pero aprendió todo lo que puede a aprenderse en los hombros de los gigantes. De todos los recuerdos que atesoraba, hay uno que había pervivido por más de setenta años en su prodigiosa memoria. Una noche, de principio de los años treinta, llovía a cántaros, por la calle El Conde venía un hombre acompañado de otros hombres con capas esplendorosas. El hombre del centro tenía porte prusiano y repartía a troche y moche dinero a las personas que se acercaban. El niño Ramón Alberto lo vio. Quedó deslumbrado por la figura fantástica, casi mitológica. Nunca pudo desprenderse completamente de esa imagen. Ese recuerdo permanecía vivo, aunque el hombre de la capa y todos sus acompañantes habían muertos. Era Trujillo.
De unas memorias que se hilvanaban cada sábado como cuentas de un abalorio secreto nos quedan retratos de personajes desaparecidos; representaciones de épocas sepultadas; ensayos literarios sobre autores que nunca lo abandonaron: Cervantes, Lorca, Rubén Darío, Hostos, Gómez Carrillo, Salvador Díaz Mirón, Henríquez Ureña... Todas estos artículos, una porción de los cuales fue compendiada por Orlando Inoa en Crónicas Elementales (2000), nos retratan a Font Bernard, al hombre que analiza y estudia; pero también al que recuerda y nos trasunta como testigo excepcional un fragmento de nuestro más inmediato pasado.
Después de haber sido director del Archivo General de la Nación por muchísimos años, había adquirido la facultad de la clarividencia. Su amigo, el presidente Fernández le colocó un despacho de consejero en el Palacio Nacional. Pero intuía que, salvo el propio Presidente, se hallaba junto a hombres de otros tiempos, de otros temperamentos, de otros intereses y que, acaso, ya era un cuerpo extraño. En esa ocasión me describió su circunstancia: le dije al Presidente que sólo cuento con él; que yo era, y eso creo cabalmente, un parche mal pegado.
¿Por qué aceptó, entonces, el cargo en tales condiciones? Al parecer, después de haberle servido al Estado durante tanto tiempo, se creyó con méritos suficientes, para merecer una jubilación. Ni el Gobierno anterior que barajó esa posibilidad ni el actual le concedió la pensión laboral. A sus ochenta y seis años cumplidos, murió con la carga y los sobresaltos del empleado público.
Don Américo fue su último artículo. Volver a Lugo era quizá una autocrítica. Un retorno al puerto original. A Hostos, a Rodó. Presentarlo como una montaña inalcanzable para las generaciones presentes, y saber que la política se alimenta de realidades relativas, fue una de sus mayores convicciones.
En él se actualiza la frase de Barres "la nación es la posesión de un antiguo cementerio". Son las memorias venerandas de Salomé Ureña, de Pedro Henríquez Ureña y de don Américo Lugo, la trilogía de su panteón mental. Se sentía responsable de haber proclamado que se llevase a don Américo al Panteón Nacional. Aquel hombre incorruptible, indoblegable, inhiesto ante los exigencias del poder; aquel franciscano sin lados flacos, representaba el ideal que hubiera querido alcanzar Font Bernard. En vista de ello, había proclamado en varios artículos el mismo credo pesimista, profundamente desengañado "ahora que el país semeja una alcantarilla de inmundicias, y las nuevas generaciones necesitan volver sus caras al pasado, en la búsqueda de fuentes de inspiración y de conducta" deberían inspirarse en el estoicismo de don Américo.
La otra carilla de su pensamiento era el abandono de las antiguas trincheras.
En el Gobierno de los doce años, cuando se hallaba en el círculo del poder, pudo suscribir el testamento de la última elección de Mitterand: "nosotros no somos los buenos ni ellos son los malos, incluso si ellos consideran que nosotros somos los malos y ellos los buenos". El país tiene que unirse para enfrentar males que pueden sepultarlo y para sobrevivir a los grandes desafíos. Adiós, don Ramón, echaremos de menos su buen talante, su ramo de olivo, su socrática sabiduría y sus hallazgos.